La lluvia
Un día agobiante, gris, anodino, de esos en que uno quisiera diluirse, desaparecer, fue elegido por la llovizna para hacerse presente en el pueblo. ¿A qué asomarse siquiera?... Lo extraño es que la decisión pareció unánime en la voluntad de cada uno de los habitantes de la aldea. Como un raro conjuro. Cada uno sintió más apego a su casa, a su almohada, a las habitaciones cerradas. Ni un rostro asomó para ver la mañana mojada y sucia como un cachorro.
Mientras, la llovizna crecía.
Pero Paula tenía una cita y toda la inquietud y deseos que parecían ausentes en los demás, se centraron en ella. No. Nada iba a desanimarla… Eligió la pollera azul y la camisa clara que a él le gustaban, peinó su largo pelo que cubrió con una chalina roja y decidió que igual iría al encuentro de su amor, allá, en la cabaña del montecito alto.
La lluvia fue una cascada rotunda sobre los techos.
Resonó como aquellos sonidos imprecisos que nos asustan en la infancia cuando, sorprendidos en la confiada entrega del sueño, nos vemos desprotegidos frente a un asalto por sorpresa. Son las manos de la lluvia que tiran pedradas en las ventanas y a nuestro miedo… Los pies de la lluvia que chapotean descalzos en el barro como niños alegres… Los ojos de la lluvia chorreando lagrimones enormes en los charcos y que al caer, forman globos un momento para luego estallar.
Paula y la lluvia mirándose a la cara. Midiendo sus fuerzas…
Germán despertó en la habitación humilde. Sus sentidos aún adormecidos por el sonido primigenio del agua, no le permitieron recordar al instante qué día tan especial sería hoy. Luego fue tomando conciencia de todo, miró a su alrededor y le dolió lo precario de su vida y su situación. Hubiera querido conquistar el mundo para ella; por eso se iría de allí a buscar la suerte que acá no tenía. No había trabajo suficiente en el pueblo para hombres como él: joven, fuerte, emprendedor. Pero volvería a buscarla. Porque Paula era el sol, y él iba a amarla ese día de lluvia.
El agua cantaba en las calles mientras el viento la despeinaba.
En esa hora lechosa de la mañana, el conjuro seguía cumpliéndose. Nadie acudió a sus tareas. El pueblo dormía.
Una capa oscura y brillosa dobló la esquina; no, no es fantasma ni fantoche, es mujer. Corre por momentos, su chalina roja se agita. También a ella el viento quiere despeinarla…La lluvia le da en la cara todas las cachetadas que le daría su madre si supiera dónde va. Pero ella sigue, ciega y feliz. El agua la acompaña, la envuelve, la traba, le nubla los ojos; es dulce y amarga a la vez.
Paula y la lluvia corren juntas. La lluvia –al fin– es mujer.
Noventa y seis horas llovió sobre la aldea. Hubo una represa que dejó de serlo, puentes que se quebraron, caminos que desaparecían bajo el paso del agua. Agua bendita y deseada a veces. Agua maldita y temida hoy. Su prepotencia arrasó todo intento de contención cuando el pueblo quiso –o pudo- reaccionar.
Fue una triste noticia más en los diarios capitalinos que rezaban:”Noventa y seis horas llovió sobre el pueblo norteño dejando un saldo de dos muertos y cuatrocientos cincuenta y ocho personas evacuadas. No se tiene certeza, pero se cree que puede haber incomunicados en cabañas de los montes más altos, a los aún no se ha podido hacer llegar las cuadrillas de rescate. La búsqueda continúa. Se solicita la colaboración de todos aquellos que puedan acercar su ayuda para paliar la penosa situación…”
Paula y Germán atizan el fuego, los últimos leños que aún pueden arder, se consumen espejando sus llamas en sus ojos tibios.
La lluvia quiere su parte. Lame suavemente la cabaña.
Porque intuye el amor tras esas paredes, llama a su puerta con golpes cada vez más débiles y llora muy quedo. No quiso ser violenta y a pesar suyo, llegó como un castigo. No fue amada ni trajo alegría, la tierra ya no quiere recibirla.
– ¿Oíste? Parece un llamado, nos van a rescatar, dice Paula.
– Aún es la lluvia , mi amor. Mañana… será mañana.
La lluvia muere.
Se ahoga en su propio llanto desolado.