domingo, 13 de noviembre de 2011

Viajar en un cuadro

Sábado por la tarde, a esa hora en que comienzan a llamar despacito las primeras sombras. Una llovizna insistente cae sobre el gris de la ciudad (¿o sobre el mío?). Mis pasos se adelantan por el largo corredor de la Galería de exhibición de cuadros. Decido dejar afuera mi desgano y disfrutar realmente de cada rectángulo de color y sugerencias que cada autor ha puesto en su creación. Me enseñaron a pararme a cierta distancia de un cuadro para apreciar mejor su perspectiva y voy aplicando el consejo frente a cada uno de ellos.
Aquí hay un óleo que refleja una marina; allá líneas, arcos entrelazándose en un nivel que brinda la sensación de un espacio sideral… Colores, formas, mundos que nacen de otros mundos interiores y que quieren expresarse en un lenguaje distinto. De pronto, algo me clava en mi sitio. Una sensación muy dulce, de reconocimiento me detiene frente a un cuadro que de tan simple, trasciende.
Es un viejo patio, un muro, un duraznero en flor y una niña jugando cerca del árbol. Eso es todo.
Ya no es sábado. Ni llueve. Ni yo en la Galería de cuadros…
Estoy en una vieja casa y hay sol. Y soy parte de la infancia; éste es mi patio… ¡Era tan bueno tenderse en la tierra y mirar el mundo desde la altura de los pastos! No sólo porque todo parecía más importante sino porque podía descubrir pequeñas vidas en las grietas de una piedra o entre las gramíneas; en las raíces del árbol que sobresalían en partes, o en un orificio en la tierra; pequeños habitantes que cabían en mis manos y que tal vez ¿quién sabe? a lo mejor pensaban y creían que yo era un gigante…
El patio tenía rumores, y olor de glicinas. Porque ese árbol hablaba de una estación de flores y también, simplemente, porque así lo sentía en mis cortos años que exigían belleza, colores, ilusión…
Miro el cuadro largamente y, aunque quiero, ya no veo los otros, éste ha calado muy hondo en el recuerdo de mi alma y agradezco íntimamente a quien así lo pintó, a quien rescató un puñado de cosas sencillas y entrañables que de algún modo me pertenecen aunque sean suyas.
Creo que se ha establecido ese puente de comunicación entre la obra del artista y el espectador. Sonrío cuando salgo al encuentro de la llovizna.

Al llegar a casa me encuentran misteriosa, sólo porque al preguntarme dónde había estado, contesté:
––En mi casa, jugando en el viejo patio, con mis nueve años
–– Ah, ¿sí? ¿Y quién te llevó?
–– Un cuadro. He viajado en un cuadro.

1 comentario:

  1. Muy bueno Miryam, hermoso retrato, creo modestamente de todas las infancias. Me llegó muy hondo y trajo a mi memoria gratisimos recuerdos. Gracias querida amiga.

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