Cacería
En un punto, alguien ha encendido una fogata.
El olor profundo del fuego habla de hojas y ramas
que contemplan agónicas, el resplandor de su alma.
En los troncos, un tatuaje de cicatrices indelebles
y la brisa,
palpando la textura seca de sus heridas.
El humo, un sahumerio que esparce al aire
aromas de raíces chamuscadas.
Se densa el entorno, cierra mi garganta
y mi alma vegetal, como los árboles
allí inmóvil, parecía presa
sin embargo estaba libre, suelta.
Alguien hizo una fogata, lejos...
pero cerca de mi miedo.
La luna cazadora nos había encontrado
al dueño del fuego y a mí,
testigo insomne.
Su ojo blanco, sin pupila, desnudo en la mitad del cielo
nos miraba.
Acaso nos veía como éramos. Endebles.
Cuando me hundí entre hojas muertas
como se hunde una fiera cazada
en una trampa blanda de la que
jamás escaparía,
el ojo de la luna, traidor,
omnipresente
se me clavó en la espalda.
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